miércoles, 23 de septiembre de 2009

Muerto on air.

Nuevo día, nueva muerte.
El 24 de noviembre de 1971, un hombre que se identificó como Dan Cooper abordó un avión de Northwest Orient Airlines en Portland. En medio del vuelo, el hombre expuso sus exigencias: quería doscientos mil dólares norteamericanos y cuatro paracaídas, so pena de hacer explotar la aeronave. Se le explicó que, por muy buenas razones, los aviones comerciales no llevan paracaídas. Cooper insistió. Se le ofreció aterrizar en Seattle, Washington, para conseguir la plata y los paracaídas, siempre y cuando él dejase desembarcar a los demás pasajeros. El terrorista accedió.
Una vez más en el aire, el hombre pidió explicaciones acerca de cómo abrir la puerta de popa, y luego exigió a la azafata que saliera de la cabina de pasajeros. Cuando el avión aterrizó en Reno, la escotilla estaba abierta y tanto Cooper como el dinero habían desaparecido.
La iniciativa del terrorista fue del todo equivocada. Sus genes imbéciles ya habían decidido autoeliminarse del patrimonio de la especie en el instante mismo en que Cooper tuvo la idea de secuestrar el avión y saltar después en paracaídas.
Nunca más se supo del aspirante a bin Laden, pero no crea el lector que pudo haber salido con bien del asunto.
Fuera del avión rugía una tormenta tremebunda: la temperatura exterior era de 51°C bajo cero, Cooper había saltado provisto solo de su ropa de calle y el avión sobrevolaba en ese momento un bosque helado en medio de la noche.
La investigación oficial del FBI dictaminó que D.B. Cooper tuvo que haberse congelado mientras flotaba en medio de la tormenta colgado de su paracaídas y vestido con su traje liviano. Si no fue así, cayó en el bosque o en el río Columbia, de modo que murió de hambre y frío o se ahogó. Algún día se encontrará su cadáver.

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